Pocos, en Italia, estaban realmente convencidos que terminaríamos no yendo a Rusia. Había miedo, eso sí. Mucha cábala, también. Pero en el fondo confiábamos que, con algo de suerte, tal vez con un penal dudoso en el último minuto o un gol en offside, lograríamos clasificar, como siempre en los últimos 60 años. Después de todo éramos la selección cuatro veces campeón del Mundo. Jugábamos en San Siro, la «Scala del Calcio», ante más de 70 mil tifosi. No podía salir mal.

Y en cambio no. «Apocalipsis Italia», tituló la Gazzetta. Obligados a mirar el Mundial por televisión, a buscar otro equipo para alentar, a fingir que el torneo nos apasiona a pesar de todo.

Pero ¿cómo llegamos a esto? Es lo que se preguntan 60 millones de italianos, incluidos los niños que en Italia suelen ser pequeños entrenadores en potencia. Un segundo después del final del partido comenzó el juicio, la cacería de brujas para buscar los responsables de la eliminación -sin haber marcado un gol- contra un equipo que en su plantel tiene jugadores que militan en lugares exóticos como Seattle, Beveren o Crotone.

Piden la cabeza del entrenador Giampiero Ventura. Un técnico que, a los 69 años, antes de la selección había entrenado clubes medianos y chicos como Torino, Bari, Sampdoria. Eran varios quienes pensaban que no estuviera a la altura de la tarea. Es probable que renuncie en las próximas horas.

El otro gran acusado es el presidente de la Federación del fútbol italiano Carlo Tavecchio. Cuestionado desde cuando, aún candidato al puesto, dijo -literalmente- que en la Serie A había demasiados extranjeros «que comían bananas». El comentario racista desató un escándalo, pero no le impidió ganar las elecciones.

Ahora los comentaristas son unánimes: hay que comenzar de cero, dicen, trabajar con los jóvenes, programar a largo plazo, como en su momento hizo Alemania, que ahora lidera el fútbol mundial. Pero Italia no es Alemania. Es la patria del Gatopardo, donde «todo cambia para que nada cambie».

Lo cierto es que quedan los escombros y la decepción de los tifosi. «Fracasamos en algo que podía ser importante a nivel social», dijo entre lágrimas Gigi Buffon, tras el que fue su último partido con la camiseta de Italia.

Tiene razón, Gigi. Para un país aún deprimido y desanimado después de la larga crisis, los Azzurri seguían siendo algo de lo que estar orgullosos. Una certeza a la que aferrarse en medio de un mar de incertidumbre y perplejidad. Hoy más que nunca el fútbol se convirtió en el espejo de un país.