En pocos días, Chile se convirtió en un lugar fuera de control donde el Gobierno se vio forzado a recurrir a los militares para imponer orden.

Desde que el lunes 14 de octubre comenzaran las primeras evasiones en el pago del boleto del Metro debido a un alza en el precio de los pasajes, los acontecimientos se han desarrollado a una velocidad vertiginosa. Del descontento se pasó a los cacerolazos, a la destrucción de estaciones del ferrocarril metropolitano y a la quema de buses, supermercados y otros edificios en la capital, fenómeno que se extendió pronto al resto del país.

El Gobierno de Sebastián Piñera reaccionó calificando el descontento como obra de delincuentes e invocó el estado de excepción, que luego se convirtió en toque de queda, medidas que no se veían desde el retorno a la democracia, salvo en casos de catástrofes naturales. Esto solo ha empeorado la situación, y los desmanes no han disminuido de intensidad. El Metro está cerrado en Santiago y Valparaíso, circula poca locomoción colectiva, los supermercados no abrirán hasta nuevo aviso e incluso en algunas zonas se han suspendido las clases. Los desmanes vividos tras el terremoto del 27 de febrero de 2010 son el único antecedente que se puede encontrar en el último cuarto de siglo si se buscan ejemplos de este tipo de desórdenes.

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Y ahora, vale recordar que un compromiso de fútbol estaría en peligro. CONMEBOL anuncia, según el periodista Claudio Mauri (de La Nación) que evalúa la situación social en Chile para determinar si mantiene a Santiago como la sede de la final de la Copa Libertadores prevista para el 23 de noviembre.